Un entusiasta Leonardo Wood, entonces gobernador militar en Cuba, escribió en 1901 a su amigo Theodore Roosevelt su opinión sobre la verdadera condición de la Isla bajo la intervención estadounidense: (…) “creo que no hay un gobierno europeo que la considere por un momento otra cosa sino lo que es, una verdadera dependencia de Estados Unidos, y como tal es acreedora de nuestra consideración….”
Y realmente su alegría se justificaba. A la primera Constitución de la supuesta república independiente, se le anexó una moción del senador estadounidense Oliver Platt, que llevaría su apellido, mediante la cual EE.UU. se abrogaba el derecho de intervenir en la ínsula cuando lo estimara conveniente y considerase estuvieran en peligro sus intereses.
Además, la Enmienda Platt obligaba al gobierno cubano a buscar la aprobación de la administración estadounidense para sus principales acciones de comercio y política internacional, y a facilitar sus mejores bahías para bases navales, entre otras medidas que dañaban la independencia y dignidad del país.
De esa forma se inició una negra tradición en que las iniciativas legislativas de La Unión determinaban los destinos de la Isla, práctica que tratan hasta el presente de imponer infructuosamente las administraciones estadounidenses por medio de resoluciones del Congreso y la aprobación de la Ley Helms Burton y la Torriceli para incrementar el bloqueo económico, financiero y comercial.
Pero para la época esas primeras imposiciones no tuvieron alternativa de resistencia, pues a los constituyentes cubanos -la inmensa mayoría jefes mambises- se les advirtió que si no aprobaban tales condiciones, se mantendría la ocupación yanqui del territorio nacional.
Esta amenaza, unida a las divisiones internas en el campo revolucionario, permitió que el 20 de mayo de 1902 naciera la república neocolonial, presidida Tomás Estrada Palma, un anexionista sin fe en la capacidad de los cubanos de ser libres.
Pero ese engendro se duplicó con una medida adicional para garantizar la perpetuidad de los designios imperialistas, si dado el caso en el futuro se modificara o sustituyera la Constitución y su apéndice de la Enmienda Platt.
Para ese fin se concibió la firma de un Tratado Permanente rubricado el 22 de mayo de 1903, entre los gobiernos de la República de Cuba y de Estados Unidos, para precisar las relaciones futuras entre ambos países y que solo podía ser modificado por mutuo acuerdo de ambas partes, sobre todo del poderoso vecino.
El convenio repetía íntegramente la mayoría de las partes de la Enmienda Platt y consentía a Washington su derecho de intervenir en la Antilla Mayor, mantener las bases navales y dejaba abierta la posibilidad de que Isla de Pinos dejara de ser territorio cubano, entre otras concesiones.
De esta forma el Tratado Permanente aseguraba el control yanqui sobre Cuba y estableció “la coyunda insoportable de la Enmienda Platt”, al decir del destacado periodista de la época, Manuel Márquez Sterling.
En 1934, se derogó el Tratado Permanente de 1903 y se suscribió otro que aunque no reconocía el derecho a intervención, ratificó la permanencia de la Base Naval de Guantánamo, sin fecha límite de tiempo.
No obstante, con este paso en nada peligró el control del imperio sobre la ínsula, ya que gobernaba el jefe del Ejército, Fulgencio Batista, con un títere en la presidencia, Carlos Mendieta.
Por otro lado, la creciente resistencia popular y la de sus organizaciones revolucionarias y patrióticas contra el tratado no era desdeñable, por lo que resultó preferible prescindir del arcaico instrumento de dominación, sustituido por nuevas formas asentadas principalmente en el ejército y los órganos represivos.
Además, la penetración económica y política durante 30 años promovió una clase política dominante, corrupta con mentalidad pro yanqui y profundamente anti comunista que al parecer aseguraba el diseño neocolonial de Cuba por largo tiempo.
Ese estado de cosas solo sería cambiado con el proceso revolucionario que llevó adelante la Generación del Centenario y que con el triunfo del Primero de Enero de 1959, acometió la barrida del sistema ilegal neocolonial, demolió hasta los cimientos el viejo régimen entreguista -en primer orden al ejército- y sus aparatos represivos.